¿Seguro que eres tan empático como crees?

Por: Alejandro Martín. Socio Director de TDSystem

empatico

“Empatizar con las desgracias ajenas, es fácil; simpatizar con sus éxitos, no tanto”. Proverbio

La reconocí inmediatamente. No la había visto desde su accidente, pero enseguida supe que era ella. Durante ese tiempo había pensado varias veces en ella, algunas con tono apenado y, otras, con un puntito de indiferencia.

Avanza por el pasillo y me saluda levantando su mano. No sabía qué hacer, pero me imagino que algún automatismo social saltó en mí y también levanté mi mano. Es su primer día después del accidente. No sabía mucho de cómo fue, pero los más próximos dicen que fue grave. Al imaginármelo tuve una sensación de desagrado.

Entra en la sala y todos los presentes nos prestamos a interpretar la obra de “dar la bienvenida a la pobrecita accidentada”. Los primeros en rodearla lo hacen de forma grácil como bailarines de ballet; otros, cual paquidermo dispuestos a chapotear en la charca de la compasión; los últimos, con ese sigilo propio de los que buscan roer las últimas lástimas del festín. 

Yo no me atrevo a acercarme. Por impericia supongo. Pero esta es una de esas ocasiones en las que sumarse al ritual es de obligado cumplimiento. Finalmente lo hago no sin cierta torpeza.

Es un momento para empatizar y mostrar esa solidaridad superficial que, llegado el momento, no necesariamente has de traducir en apoyo. Todo es un liviano “te entiendo, te comprendo, cuenta conmigo”.

La “Pobrecita” recibe todas nuestras muestras de apoyo con cara amable; se deja acariciar por preguntas sobre cómo fue el accidente y lo muy dolorosa que ha debido ser su recuperación. Lo sé, lugares comunes, pero es lo que procede en estos casos.

Todo va bien en ese baile empático con la desgracia ajena, cuando, la “Pobrecita”, va y suelta: “además de venir a saludaros, también he venido despedirme”. Se produce un silencio y las sonrisas se hielan en las caras.

Ella continua: “me han ofrecido la dirección de un departamento en una multinacional. Aquí estoy bien, pero allí el puesto es de mayor categoría, el sueldo es el doble y podré viajar; que ya sabéis lo que me gusta”. Pero, no sólo eso, además tendré buenas posibilidades de promoción. Estoy muy contenta”.

Al oír esto el grupo comienza a moverse de manera confusa. De bastantes caras desaparecen las sonrisas buenistas de traza bobalicona y se estiran acercándose a la mueca. En pocos minutos, del séquito compasivo sólo quedan dos incondicionales y un torpe como yo. Me despido finalmente y voy hacia mi mesa.

Me siento extraño. Todo iba bien mientras manifestábamos nuestra compasión por su desgracia. ¡Qué grandes nos sentíamos! ¿Por qué nos ha roto ese momento de bondad infinita?

¿Ha sido lo suyo un acto de crueldad o es que nos resulta más fácil empatizar con las desgracias ajenas que simpatizar con sus éxitos? No lo sé, ¿Tú qué opinas?

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